jueves, 24 de diciembre de 2009

Cruento de Navidad


Hace una semana me encontré con Manuel Merchán en una esquina de una página de periódico. Era un eterno inevitable, olvidado y habitual personaje navideño: el mendigo que se lleva el temporal de nieve.

Los periódicos recogieron la noticia de forma exacta a como se la envió la agencia. Siete líneas peladas: “Protección Civil recomienda llevar ropa de abrigo y un teléfono móvil con batería de recambio a los que salgan a la calle. Nada de eso tenía Manuel Marchán Álvarez, un hombre de 49 años que vivía en la indigencia, acompañado siempre de un cartón de vino, en un céntrico parque de Almendralejo (Badajoz). El lunes apareció muerto por hipotermia en una nave abandonada de su propiedad. Ayuntamientos y organizaciones trabajan para dar resguardo y un plato caliente a los sin techo. Con Manuel no dio tiempo. La ola de frío se lo llevó por delante”.

El intento de alarde literario revela que los periodistas no tenían pajorera idea de quien era el finado, por decirlo finamente. Así que ignoro el encadenamiento de fatalidades que llevaron a Manuel a convertirse en un indigente. Probablemente fuesen pequeños naufragios cotidianos, agravados por un “problema de consumo”, una palabra muy navideña que, en jerga socio-sanitaria, sirve para denominar al abuso de drogas, incluidas las que vienen en tetrabrik.

Mientras rastreaba inútilmente algún dato nuevo sobre la tragedia, me enteré de los secretos de la operación de Belén Esteban contados por su cirujano, su psicólogo y su callista, mientras una mujer saharaui intentaba desesperadamente llamar la atención sobre un problema sangrante y archivado. Pero por más que leí y releí, no fui capaz de dar con más información que el susodicho texto de agencia. Sin embrago, en la noticia hay una frase que se sale del esquema; el indigente tenía propiedades, por lo menos una, la nave donde le encontraron tieso.

No sabemos como llegó allí, pero lo cierto es que, en algún momento de su vida, Manuel había conseguido uno de los principales objetivos del patrón de la antes llamada sociedad de consumo: trabajar, ahorrar, invertir, especular, para tener un sitio donde caerse muerto.

martes, 24 de noviembre de 2009

Simplemente un periodista


Hace un par de meses, mientras preparaba el equipaje para emprender un documental tan ambicioso en lo profesional como ruinoso en lo económico, me llegó la noticia de que Víctor López Villaravid nos dejaba para siempre.
Era Villaravid de esa generación que se hizo a sí misma y que logró acceder a la educación y la cultura a pesar de tenerlo todo en contra. A los 24 años era el responsable de la única radio de la comarca, se quedó sin emisora gracias a la Ley Fraga y desde entonces hasta que se jubiló, fue el corresponsal del diario El Progreso y de la Agencia EFE, además de colaborar y escribir en todo lo que se ponía a tiro. Era en definitiva, el periodista de cabecera del pueblo en el que por casualidad, yo vine a parar al mundo.

A finales de los setenta yo me largué a Madrid para convertirme en una “rara avis” local, un chaval que quería convertirse en periodista en lugar de ser abogado, médico o ingeniero, que era lo que se llevaba entonces y con lo que soñaban todas las madres. Eran los tiempos en los que la Universidad era la esperanza de las clases medias y bajas para que sus hijos pudiesen llegar a ser lo que ellos nunca pudieron. Era antes de que las clases medias se convirtiesen en mediocres y cuando el periodismo era un oficio y no un camino al estrellato.

Me zambullí en la vida agitada de lo que entonces se llamaba “la capital” y poco a poco fui despegándome de los orígenes. Me fui curtiendo en crónicas apresuradas con más o menos acierto y épocas de éxito efímero, reportajes más o menos sonados y alguna que otra jefatura, a todas luces apresurada. Mi pueblo era ese sitio al que regresaba de vacaciones con una escena repetida siempre con el mismo patrón; a mitad de camino entre la estación del tren y mi casa, un antiguo compañero del colegio me saludaba desde la puerta de su zapatería con la misma frase: “¿Qué tal va eso Villaravid?”. En su escuálido mundo mental, el antiguo camarada quería transmitirme un mensaje: “no te hagas el importante porque al fin y al cabo, no eres más que un simple juntaletras”.
Gracias a esa mezcla de soberbia e ignorancia que te proporciona la juventud, tardé años en darme cuenta de que en realidad, y sin quererlo, me estaba haciendo un elogio. Donde él colocaba la intención socarrona de rebajarme al oficio de periodista local, yo empecé a leer el reconocimiento inconsciente de la realidad y la grandeza de la profesión que elegí hace un tiempo ya remoto.

Ahora que ya he comenzado a olvidar las miles y las hieles de este negocio, he aprendido que es mucho más fácil, y de paso más glamuroso, ser corresponsal internacional o cronista del Congreso, que informador local. Al fin y al cabo, cuando escribes sobre ministros, dictadores, traficantes de armas o estrellas galácticas del fútbol, no estás obligado a cruzártelos en la calle a la mañana siguiente, ni a tomar el café en los mismos bares. Siempre es más llevadera una nota de protesta o una carta al director, que una recriminación, una crítica o una petición de cuentas a bocajarro, cuando vas andando por la acera o vas a compra el pan.

En estos tiempos en que nuestras televisiones son feudo de iletrados sin entrañas que manejan con maestría la malediciencia y el insulto zafio, ahora que los periodistas son básicamente portavoces de las empresas que les pagan el adosado, el gimnasio y el divorcio, ahora que los masters disimulan una igonrancia supina sobre la vida, valoro cada vez más a esos periodistas de lo cotidiano, capaces de entrevistar con la misma soltura a la bibliotecaria y al famoso que visita el pueblo, capaces de escribir de la ampliación del mercado de abastos o del último episodio de transfugismo político. Ahora que la importancia de la noticia depende del nivel de escándalo, valoro cada vez más la información rutinaria, la labor de quienes mantienen a sus vecinos informados de lo que realmente les atañe, por muy gris que pueda parecer.

La última vez que lo vi, Víctor luchaba contra el cáncer a base de nuevos proyectos de futuro y me regaló una reflexión que resumía muchos años de vivir contando cosas. Hablábamos de lo que había cambiado la sociedad de nuestro pueblo desde que yo había nacido y él había comenzado a ejercer de plumilla, que más o menos fue por la misma época, y me dijo: “Antes traballábamos catro o os demais ríanse de nos”. Lo recordé el otro día, cuando al regreso de mi viaje abrí un periódico plagado detenciones de políticos corruptos. A lo mejor, querido Víctor, la cosa no ha cambiado tanto. Lo malo es que cada vez queda menos gente capaz de darse cuenta y contarlo bien. Gracias y hasta siempre compañero.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Un lunes cualquiera


Aquella mañana Feldespato Cualquierez se levantó de nuevo animoso y, porqué no decirlo, casi feliz. Después de seis meses en el dique seco había encontrado una faena remunerada, mal, pero remunerada. Lo primero que hizo fue dirigirse a una comisaría para renovar el DNI que había caducado a finales de agosto, a penas unos quince días antes, pero que era imprescindible para el papeleo del contrato de una semana que había conseguido mendigando a un antiguo compañero de trabajo, que en el pasado le había puteado hasta lo indecible. El recuerdo de aquella humillación no logró agriar aquella esplendorosa mañana porque Feldespato era un tipo curtido, incluso se diría que acartonado, por la vida.

La primera señal de alerta fue aquel cartelito, escrito a mano con penosa caligrafía, en el que se anunciaba que no se atendían renovaciones sin cita previa. Imperturbable se dirigió al funcionario y le preguntó donde podía lograr dicha cita previa. Por toda respuesta el probo trabajador del Estado le extendió ante las narices un papel con un número de teléfono y una página web. Con las armas que de la experiencia, Feldespato logró sonsacarle el plazo previsto para la renovación del documento de marras: “eso en una hora está hecho”, le contestó el autómata de apariencia humana. Ufano, nuestro héroe marco el teléfono del papel. Era un 902 en el que una voz metálica le informaba que el precio de la llamada era el usual (?) y le daba a elegir entre tres opciones: Renovar DNI, Renovar Pasaporte o Ambas Opciones. Disciplinadamente repitió la primera y la voz metálica le obsequió de nuevo con la lista de tres opciones. Al cuarto intento Feldespato se cagó en la madre del aparato y quien lo inventó y se dirigió a un locutorio donde un variopinto grupo de inmigrantes conectaba con sus familias.

El intento vía internet le proporcionó la sorprendente noticia de que el número del documento que tecleaba en la web del Ministerio de Interior para pedir cita previa no se correspondía con el número del documento que sostenía entre sus dedos y del que había copiado el número tecleado. Imperturbable se fue a una cabina e invirtió dos euros y veinte céntimos en un renovado intento de contactar con el teléfono de información. Esta vez logró sortear las trampas de la voz metálica y hablar con una señorita que se identificó con un nombre que Feldespato olvidó al instante. La amable funcionaria proporcionó una versión más ajustada del “eso en una hora está hecho” y le informó de que en ese momento todas las dependencias de renovación del DNI y la cita previa era para el jueves. Ah, y gracias por su llamada. Ni así perdió nuestro hombre su recién adquirido optimismo. Era probable que los de la empresa de contratación fuesen un poquito más abiertos y pasasen por alto el detalle de la fecha del DNI.

Ya en casa, nuestro ciudadano consumidor se dispuso a hacerse un arroz cocido con un frankfurt, base de la conocida como dieta milagro. Pero al abrir el grifo el agua se negó salir. Llamó a la compañía y esta vez tuvo suerte, al segundo intento le informaron de que le había cortado el suministro de agua al no responder a su aviso de retraso en el pago del último recibo, a lo que Feldespato, ya un tanto perdido el oremus, contestó que el no tenía ni puta idea de que le hablaban ni nadie la había avisado de tal retraso. De poco sirvieron los razonamientos de Feldespato. La compañía le había enviado un sms y si no lo había recibido era, evidentemente, culpa suya. Así que se hizo un bocata de choped y se sentó delante de la tele para ver las noticias. El menú de titulares ofrecía las siguientes opciones:
España se rompe.
La oposición es desleal con el gobierno.
La corrupción es un invento de los jueces y la policía.
Los empresarios necesitan despedir más y mejor para poder sanear la economía.
El fútbol va de puta madre.

Feldespato apagó la tele y decidió echar una siesta para olvidarlo todo, aunque fuera por media hora. Entonces recordó que hace poco el médico le había recetado insomnio “a causa, probablemente, del estrés”..

domingo, 6 de septiembre de 2009

Memoria de un ilustre desconocido.


El último sábado de agosto, mientas el país entero apuraba los retos de los frascos de crema solar, engullía las últimas paellas grasientas y se ponía morado de sangría cabezona, Antonio Rabinad, un ilustre desconocido, cerraba para siempre su parada. Rabinad parecía que se había escapado de las páginas de algún libro de aventura bohemia. Con su barba blanca, su pañuelo al cuello y su gorra de marinero, recordaba a un Corto Maltés varado al fin por los años y la experiencia. Era uno de esos niños de la posguerra, con un padre asesinado en una cuneta (en este caso por unos pistoleros de la FAI) y una madre sacrificada por la miseria y la supervivencia en un barrio que daba a la parte da atrás del mundo. Era como tantos otros (Víctor Alba, Juan Marsé, Fernández Ledesma) uno de esos chavales que buscaron en la literatura un escape a lo que Manolo Vázquez Montalbán definió magistralmente como “la derrota social colectiva de 1939”.

Escribió su primera novela, “Los contactos furtivos”, en 1956 y la última, “El hacedor de páginas” en 2004. La primera salió a la luz completamente mutilada por la censura y la última se perdió en las sombras de cuatro librerías de escasa repercusión. La amargura de su estreno literario le llevó al autoexilio en Venezuela, de donde regresó para desdibujarse en su viejo barrio, escribir literatura desencantada y vender libros ajenos de segunda mano. La fama le pasó rozando hace unos años, cuando Vicente Aranda destripó su novela “La Monja Libertaria” y la convirtió en la poco afortunada película “Libertarias”. Pero para entonces Rabinad ya estaba de vuelta, muy ocupado con su selecto puesto del Mercat de Sant Antoni, donde vendía la mejor literatura universal los domingos por la mañana, mientras devoradores de libros de varias generaciones le escuchaban con algo más que respeto.

El úlitmo domingo de agosto, mientras unos cuantos íntimos despedían a Rabinad, los consumidores de basura televisiva hacían cola para volver a casa, encadenados a su rutina como los esclavos que los emperadores romanos paseaban triunfantes a su regreso de la guerra, mientras un siervo sujetaba su corona de laurel y, para que no olvidase lo efímero de la vida y la gloria, le repetía: “Memento Mori” (Recuerda que eres mortal), justo como se titula la mejor novela que nos ha legado Antonio Rabinad. Una novela que, como todas las suyas, pasó desapercibida en un país que prefiere adocenarse ante unas televisiones que conectan en riguroso directo con tipos haciendo albóndigas, hacer el burro desparramando por todo el pueblo toneladas de vino, tomates o cualquier otro producto perecedero, o ejercer de cabestros corriendo por la calle delante de becerros, toros, vacas y cualquier otro bóvido que se tercie.




jueves, 18 de junio de 2009

La terca realidad







A finales del año pasado andaba yo por A Coruña realizando un documental para la delegación de Accem en la ciudad, una organización en la que media docena de personas batallaban a diario contra las trabas burocráticas y las miopías políticas, para echarles una mano a los que, después de penar por medio planeta, habían recalado en la ciudad para implorar asilo político. Ya sé que explicarlo así, no es lo políticamente correcto, pero aunque la pinte de verde, la realidad es terca y las buenas palabritas no van a mejorar la situación de los “solicitantes de asilo”.

En ese trabajo tuve la oportunidad de conocer a un caballero llamado Bijan, que había salido por piernas de Irán para solicitar asilo político en nuestro país. El bueno de Bijan se había preparado un discurso que nos soltaba una y otra vez para que se nos metiese en la mollera. La cosa se resumía más o menos así: “Irán es una una dictadura islámica” y “sin libertad para niña y mujer, no hay seguridad para la democracia”. Durante siete días mi compañero David y yo echamos mano de todas las estratagemas que se nos ocurrieron para que saliese de esa pesadilla circular y nos hablase de cosas más personales: de la familia que había dejado en aquel cortijo de ayatolás, de su vida oculto durante años estudiando inglés en un sótano, de sus ilusiones para el futuro.... en fin, de esas cosas que los periodistas creemos que venden más y llegan mejor a la gente, de eso que llamamos “un perfil menos político y más humano”

Incluso llegamos a convertir las frases de marras en una especie de chistecito personal recurrente. Que ingenuos, arrogantes y patéticamente occidentales debimos resultarle a Bijan. Que tercamente elegante estuvo él en la insistencia por colocarnos su mensaje. No perdió nunca la sonrisa y nos fue desgranando una realidad que no por conocida era menos ignorada.

Hace una semana que esa realidad me sacude desde todos los periódicos, desde todos los informativos. Mañana se estrena “La frontera de papel”, ese documental en el que Bijan cobrará un protagonismo inesperado gracias a la cerrazón criminal de unos dictadores palurdos que se aferran al poder frente a unas masas que piden libertad, seguridad y democracia para niñas, mujeres y todo tipo de ciudadanos. Mañana la gente de Accem, y todos los que como ellos trabajan para hacer de este planeta un mundo un pelín más justo, celebrarán el día internacional del refugiado político. Sirvan estas líneas como el homenaje de un escéptico periodista, encantado de ver como el discurso del corazón es más fuerte que la teoría profesional.

domingo, 31 de mayo de 2009

El color del cristal


El refranero tiene mucho de coñazo, algo de sabio y un poco de irrefutable, pero el de formulación más enigmática es ese que dice: “todo es según el color del cristal con que se mira”. Quizá por eso los poderosos siempre están detrás de cristales oscuros, y si no fijaros en los bancos, los juzgados y las comisarias. Por eso desde fuera las ventanas del palacio de la Moncloa no dejan ver nada de lo que ocurre dentro y me temo que tampoco dejan ver mucho de lo que ocurre fuera.

Allí dentro el presidente Zapatero da vueltas a un idea: el encuentro y la alianza de civilizaciones. Como idea me parece buena pero, ¿qué define hoy una civilización?. El mundo es una hamburguesa envuelta en un kebab. Los enrollados de las élites occidentales estudian yoga y leen a Confucio, mientas los subdesarrollados de la plebes tercermundistas sueñan con estudiar marketing empresarial y leer libros sobre el éxito social. Los ricos de los barrios financieros aspiran a vivir en el campo sin hacer nada y los pobres de las aldeas pelean por una hipoteca en un barrio periférico. Entiendo el dilema del pobre Zapatero, convertido en un Hamlet de la globalización.

La culpa la tiene el color del cristal de la ventana, que le impide ver con nitidez lo que pasa a la puerta de su casa. Allí, pacientemente sentado en una silla medio rota viendo pasar a los líderes mundiales dentro de sus coches con cristales ahumados, está Segundo Quiñones, un colombiano con un problema muy español. Hace cuatro años se compró una casa en Elche. Se quedó en paro, pero siguió pagando la hipoteca hasta que dejó de cobrar la prestación de desempleo, momento en el que la caja de ahorros, una de esas con una gran obra social, le dijo: “vete a comer a tu casa que te la vamos a embargar”. Segundo se echó a andar y llegó a Madrid, donde se juntó con otros españoles con el mismo problema y se fueron a acampar a la puerta de Zapatero. Y supongo que allí siguen, entre la ignorancia de la prensa y la opacidad de los cristales de La Moncloa.

Si un día el presidente quiere ir hacia el encuentro de civilizaciones quizá debería empezar por bajar la ventanilla del coche justo antes de entrar en su casa.

martes, 14 de abril de 2009

Una mañana de abril

Aquella mañana de abril de hace de hace 78 años el mundo, como ahora, se hallaba en plena crisis. La bolsa de Wall Street se había ido al carajo y, como ahora, todos los países empezaron a temblar con una fiebre que amenazaba con llevárselos al otro barrio. También, como ahora, la desconfianza esparció la semilla del odio y la miseria engendró ansias de venganza que acabarían llenando fosas comunes y crematorios innombrables.

Pero aquí en casa, aquella mañana trajo un mar de flores rojas, moradas y amarillas, y las calles se llenaron de jóvenes sonrisas que lo esperaban todo de la nueva era de la libertad, la igualdad y la fraternidad que encarnaba una señora que llevaba un gorro frigio y que enseñaba una teta.

Aquella mañana muchos maestros les contaron a los niños que de mayores seguirían siendo todos iguales y muchos curas anunciaron a las beatas el apocalipsis por anticipado. Aquella mañana se afilaron lapiceros y cuchillos, se pasearon esperanzas y revanchas. Aquella mañana desembocó en una corta fiesta de gritos, sudores, abrazos y canciones. Al final, como en todas las fiestas, los matones y los pendencieros se colaron obscenos entre las risas y la madrugada trajo la resaca que todos conocemos.

Pero aquella mañana de abril millones de personas su subieron al carro de la libertad y eso, en tiempos de crisis, bien merece un homenaje, aunque sea tan pobre como este. Salud.

lunes, 9 de marzo de 2009

Esperanza es nombre de mujer

¿Cuantos años tiene la madre?. Creo que no lo he sabido nunca. La foto la hice hace ya siete u ocho años en algún lugar de los Andes peruanos. Supongo que me cautivó la sonrisa, o simplemente estaba allí y salió entre otro montón de fotos. Lo cierto es que hace un par de años la encontré perdida en una caja, olvidada en cualquier traslado y me atrapó esa mirada limpia, esa maternidad aglomerada.

Hoy, cuando se celebra el Día de la Mujer Trabajadora, la he sacado de la caja como homenaje a todas las madres, a todas las mujeres, a todas, en fin, trabajadoras abnegadas. Quizá esas niñas del fondo hoy también estén cargadas de hijos o quizá han corrido peor suerte, como las 84 españolas asesinadas el año pasado, o las 350 gutaemaltecas torturadas y masacaradas en los primeros compases de este 2009, o como los cientos y cientos de muertas y desaparecidas en Ciudad Juarez. O quizá hayan sido afortunadas y crien a sus hijas en la esperanza de un mundo mejor, donde sobren los homenajes.

viernes, 27 de febrero de 2009

Darwinismo


Resulta que desde hace ya un tiempo nos está llegando una nueva moda procedente de los Estados Unidos de Obama, de donde vienen las modas igual que los niños vienen del Paris de Sarkozy. Es el creacionismo, ahora rebautizado curiosamente “diseño inteligente”, y se enseña en muchos colegios de yanquilandia. La cosa consiste en caramelizar aquello de Adán y Eva y hacer un hibrido de cabrón y mono, con perdón. Es decir: que la cosa no fue exactamente que la mujer saliese de una costilla del hombre y ambos poblasen la tierra, pero en el fondo, en el fondo, más o menos sí, y todo vigilado y dirigido por Dios entre siesta y siesta.

A los fundamentalistas de la Biblia los miramos por encima del hombro y les atribuimos la inteligencia de un berberecho; y eso está muy feo, sobre todo desde el punto de vista de los berberechos, claro. Ahora que se cumple el bicentenario del nacimiento de Darwin y está de moda polemizar sobre la teoría de la evolución de las especies, quizá sea el momento de acercarnos a esos salvadores de almas y usar argumentos científicos en lugar de despreciar sus teorías dictadas por el altísimo, un tipo con el que es muy difícil competir, sobre todo cuando no crees que exista.

Para evitar este desencuentro, lo mejor sería contarles a los creacionistas que nuestros primos chimpancés también son perfectamente capaces de elaborar estrategias para hacerse con el mando de la manada y no dudan en matar al jefe (conocido como macho alfa) para hacerse con su puesto. Además tienen la bonita costumbre de pelearse desde la más tierna infancia y abusar de los más débiles. Por si fuera poco, los llamados “grandes simios” viven en grado de excitación sexual permanente, se pelean por las hembras, a las que maltratan sin problemas, y los más poderosos llegan a tener verdaderos harenes. Quizá estos pequeños detalles consigan que los “hooligans” celestiales estén un poco más orgullosos de su pasado animal.

lunes, 16 de febrero de 2009

Mía o de nadie


Hablan ahora las amigas: ella era un perrito faldero.
Suena el eco de las palabras del matón: como te vea con otro verás.
Alardean los amigos: era un chulito que se achantaba con los tíos.

Y se sirven raciones de escándalo, se consumen tajadas de morbo en las mismas teles que alimentan a esas criaturas que hacen lo que ven y dicen lo que escuchan. Corren lágrimas de cocodrilo en los mismos programas en los que triunfa el más despiadado y embelesa el más caradura.

Es la ética del perro del hortelano.
La moral tabernaria del por mis huevos.
El orgullo cavernícola del macho despreciado.

Sentencian los opinólogos a una juventud sin modelos, se lavan las manos los Pilatos que negocian con las miserias ajenas, que se forran con la competitividad ajena y que llevan por divisa el triunfo a toda costa.

Acodado en la barandilla mediática, en primera fila del espectáculo, mientras se rastrea un cuerpo en el río, clama ahora el pueblo enfurecido: más leyes, más cárceles, más condenas.

En una habitación una niña de 15 años llora embarazada porque su novio se ha convertido en el asesino de otra de 17. Y de fondo sigue sonando como siempre una canción nunca escrita y eternamente tarareada: la maté porque era mía.

lunes, 26 de enero de 2009

El Hedor


El hombre de la gabardina leía el periódico ajeno a lo que le rodeaba. Por el parque corrían viejos bronceados intentando alcanzar la longevidad a base de zancadas. Cerca trotaban a saltitos mujeres de edad indefinible procurando evitar que el botox se desparramara sobre el césped.
En la terraza de la esquina unos tipos trajeados tomaban café con gestos robados a sus abuelos y carteras heredadas de sus padres. Parapetados tras las gafas de sol espiaban a las chicas con alma de gimnasio que paseaban por la acera las ilusiones de sus madres.

De los autobuses bajaban y subían tipos anónimos de piel morena y gestos apagados, cargando con bolsas repletas de bienestar ajeno. Unas mujeres achaparradas arrastraban la nostalgia de sus hogares mientras empujaban sillas de ruedas con momias enjoyadas.
Sentados en el respaldo de un banco unos adolescentes con dentaduras de 2.000 euros tecleaban en sus móviles aburrimiento envasado en mensajes para sus amigos del banco de enfrente.

Un hombre con la pulcritud de un traje viejo salió de la boca del metro y desplegó en la acera una biografía resumida en cuatro líneas de letras retorcidas. Súbitamente comenzaron a flotar a su alrededor frases malolientes: “cierre patronal”, “despido fulminante”, “orden d embargo”, “familia sin recursos”, “busco trabajo”.
Al instante una pareja uniformada con el color del orden y la tranquilidad social se acercó a investigar la procedencia de aquel hedor. Con buenas maneras imperiosas dialogaron con el autor del traje viejo que al cabo de un rato se volvió a sumergir cabizbajo en las entrañas del metro.

Recuperada la tranquilidad, el hombre de la gabardina volvió a sumergirse en el periódico para acabar de leer la noticia llena de letras perfectas y ordenadas: “La banca corta el préstamo al ladrillo, el consumo y ‘pymes’ de varios sectores. Aumenta la precariedad y rebrota la economía sumergida”. Todo volvió a la normalidad.