lunes, 14 de septiembre de 2009

Un lunes cualquiera


Aquella mañana Feldespato Cualquierez se levantó de nuevo animoso y, porqué no decirlo, casi feliz. Después de seis meses en el dique seco había encontrado una faena remunerada, mal, pero remunerada. Lo primero que hizo fue dirigirse a una comisaría para renovar el DNI que había caducado a finales de agosto, a penas unos quince días antes, pero que era imprescindible para el papeleo del contrato de una semana que había conseguido mendigando a un antiguo compañero de trabajo, que en el pasado le había puteado hasta lo indecible. El recuerdo de aquella humillación no logró agriar aquella esplendorosa mañana porque Feldespato era un tipo curtido, incluso se diría que acartonado, por la vida.

La primera señal de alerta fue aquel cartelito, escrito a mano con penosa caligrafía, en el que se anunciaba que no se atendían renovaciones sin cita previa. Imperturbable se dirigió al funcionario y le preguntó donde podía lograr dicha cita previa. Por toda respuesta el probo trabajador del Estado le extendió ante las narices un papel con un número de teléfono y una página web. Con las armas que de la experiencia, Feldespato logró sonsacarle el plazo previsto para la renovación del documento de marras: “eso en una hora está hecho”, le contestó el autómata de apariencia humana. Ufano, nuestro héroe marco el teléfono del papel. Era un 902 en el que una voz metálica le informaba que el precio de la llamada era el usual (?) y le daba a elegir entre tres opciones: Renovar DNI, Renovar Pasaporte o Ambas Opciones. Disciplinadamente repitió la primera y la voz metálica le obsequió de nuevo con la lista de tres opciones. Al cuarto intento Feldespato se cagó en la madre del aparato y quien lo inventó y se dirigió a un locutorio donde un variopinto grupo de inmigrantes conectaba con sus familias.

El intento vía internet le proporcionó la sorprendente noticia de que el número del documento que tecleaba en la web del Ministerio de Interior para pedir cita previa no se correspondía con el número del documento que sostenía entre sus dedos y del que había copiado el número tecleado. Imperturbable se fue a una cabina e invirtió dos euros y veinte céntimos en un renovado intento de contactar con el teléfono de información. Esta vez logró sortear las trampas de la voz metálica y hablar con una señorita que se identificó con un nombre que Feldespato olvidó al instante. La amable funcionaria proporcionó una versión más ajustada del “eso en una hora está hecho” y le informó de que en ese momento todas las dependencias de renovación del DNI y la cita previa era para el jueves. Ah, y gracias por su llamada. Ni así perdió nuestro hombre su recién adquirido optimismo. Era probable que los de la empresa de contratación fuesen un poquito más abiertos y pasasen por alto el detalle de la fecha del DNI.

Ya en casa, nuestro ciudadano consumidor se dispuso a hacerse un arroz cocido con un frankfurt, base de la conocida como dieta milagro. Pero al abrir el grifo el agua se negó salir. Llamó a la compañía y esta vez tuvo suerte, al segundo intento le informaron de que le había cortado el suministro de agua al no responder a su aviso de retraso en el pago del último recibo, a lo que Feldespato, ya un tanto perdido el oremus, contestó que el no tenía ni puta idea de que le hablaban ni nadie la había avisado de tal retraso. De poco sirvieron los razonamientos de Feldespato. La compañía le había enviado un sms y si no lo había recibido era, evidentemente, culpa suya. Así que se hizo un bocata de choped y se sentó delante de la tele para ver las noticias. El menú de titulares ofrecía las siguientes opciones:
España se rompe.
La oposición es desleal con el gobierno.
La corrupción es un invento de los jueces y la policía.
Los empresarios necesitan despedir más y mejor para poder sanear la economía.
El fútbol va de puta madre.

Feldespato apagó la tele y decidió echar una siesta para olvidarlo todo, aunque fuera por media hora. Entonces recordó que hace poco el médico le había recetado insomnio “a causa, probablemente, del estrés”..

domingo, 6 de septiembre de 2009

Memoria de un ilustre desconocido.


El último sábado de agosto, mientas el país entero apuraba los retos de los frascos de crema solar, engullía las últimas paellas grasientas y se ponía morado de sangría cabezona, Antonio Rabinad, un ilustre desconocido, cerraba para siempre su parada. Rabinad parecía que se había escapado de las páginas de algún libro de aventura bohemia. Con su barba blanca, su pañuelo al cuello y su gorra de marinero, recordaba a un Corto Maltés varado al fin por los años y la experiencia. Era uno de esos niños de la posguerra, con un padre asesinado en una cuneta (en este caso por unos pistoleros de la FAI) y una madre sacrificada por la miseria y la supervivencia en un barrio que daba a la parte da atrás del mundo. Era como tantos otros (Víctor Alba, Juan Marsé, Fernández Ledesma) uno de esos chavales que buscaron en la literatura un escape a lo que Manolo Vázquez Montalbán definió magistralmente como “la derrota social colectiva de 1939”.

Escribió su primera novela, “Los contactos furtivos”, en 1956 y la última, “El hacedor de páginas” en 2004. La primera salió a la luz completamente mutilada por la censura y la última se perdió en las sombras de cuatro librerías de escasa repercusión. La amargura de su estreno literario le llevó al autoexilio en Venezuela, de donde regresó para desdibujarse en su viejo barrio, escribir literatura desencantada y vender libros ajenos de segunda mano. La fama le pasó rozando hace unos años, cuando Vicente Aranda destripó su novela “La Monja Libertaria” y la convirtió en la poco afortunada película “Libertarias”. Pero para entonces Rabinad ya estaba de vuelta, muy ocupado con su selecto puesto del Mercat de Sant Antoni, donde vendía la mejor literatura universal los domingos por la mañana, mientras devoradores de libros de varias generaciones le escuchaban con algo más que respeto.

El úlitmo domingo de agosto, mientras unos cuantos íntimos despedían a Rabinad, los consumidores de basura televisiva hacían cola para volver a casa, encadenados a su rutina como los esclavos que los emperadores romanos paseaban triunfantes a su regreso de la guerra, mientras un siervo sujetaba su corona de laurel y, para que no olvidase lo efímero de la vida y la gloria, le repetía: “Memento Mori” (Recuerda que eres mortal), justo como se titula la mejor novela que nos ha legado Antonio Rabinad. Una novela que, como todas las suyas, pasó desapercibida en un país que prefiere adocenarse ante unas televisiones que conectan en riguroso directo con tipos haciendo albóndigas, hacer el burro desparramando por todo el pueblo toneladas de vino, tomates o cualquier otro producto perecedero, o ejercer de cabestros corriendo por la calle delante de becerros, toros, vacas y cualquier otro bóvido que se tercie.