sábado, 22 de enero de 2011

¡SOY UN OFICUO!


Por si no tenía suficiente con lo que me estaba cayendo de natural, empezar a reconstruirme a una edad provecta, el año nuevo me ha traído un regalito extra: me han cambiado el signo zodiacal. Efectivamente amigos, lo vislumbro, me levanto contrito y declaro ante la plebe: “Me llamo Manolo y soy Oficuo”. Podría añadir que además fumo, bebo (whisky, por supuesto), como animales muertos, intercambio fluidos corporales y pienso por mi cuenta; cosas todas reprobables, lo confieso. Pero todo eso carece de importancia desde que un día una rubia todo sonrisas, me dio la noticia desde el telediario. Yo, un Sagitario de toda la vida, me había convertido en un Oficuo.

Puede que a simple vista parezca una gilipollez, pero eso es porque a vosotros no os han convertido en una mierda de oficuos de la noche a la mañana, que así es como me siento yo, como un paria del zodiaco. Claro, tu te levantas, te miras en el espejo y en la propia jeta pues no te lo notas, pero por dentro hay algo que te susurra: “eres un puto Oficuo y todo dios se va a dar cuenta”; vamos, como si te hubieses fumado una maría triposa.
Cierto es que lo de ser Sagitario tampoco me ocupaba demasiado tiempo ni le sacaba mucha utilidad, si exceptuamos esa extraña época de mi vida en la que el horóscopo era una herramienta de acercamiento a las chicas, una herramienta que había que utilizar con el mismo cuidado que la nitroglicerina, porque lo mismo podías parecer un tipo sensible a las fuerzas cósmicas o un gilipollas que no diferenciaba un signo ascenderte de un planeta regente.
Reconozco además que mi contacto más intimo con el universo zodiacal fue una vez que tuve que redactar las predicciones del horóscopo de un periódico a la deriva, en el que el único que sabía del tema estaba de vacaciones. Y además reconozco que no me salió tan mal, aunque un poco cargado de turbios vaticinios en lo económico, provocados sin duda por el hecho de que llevaba dos meses sin cobrar.

En fin, que ya se que en esta vida no hay nada eterno y que ni los amores para toda la vida duran más allá de unos años, pero me joroba que a estas alturas me anden mareando perdices que ya tenía escabechadas. Además, ya puestos a cambiar, podían haber elegido algo más glamuroso (al estilo de Géminis), más contundente (al estilo Tauro), algo sobrio (al estilo Libra), pero no, le han puesto Oficuo, algo que suena a grano purulento y ente infrahumano. Hasta el símbolo es cutre ,y de segunda mano, clavadito al dibujo de las farmacias antiguas. ¿Con lo chulo que era lo de se arquero!

Y lo peor de todo es que me han convertido en Oficuo unos tipos de la Sociedad Planetaria de Minnesota, o sea, una puta broma. Y encima los tipos no parecen unos superlumbreras, porque tampoco hace falta mucho resplandor cerebral para colgar unas fotos desenfocadas, como las que tienen en su página web, que parece hecha con un cruce de imágenes de los Monegros y del water de mi casa, si es que tuviese tal cosa... casa, quiero decir.
Eso sí, tiene un edificio muy molón en el que un montón de gente se pasa todo el día escudrillando las galaxias, y mira tu por donde un buen día descubren que el Zodiaco está mal y que a partir de ahora hay trece signos. Los laboriosos rastreadores galácticos son Nathan Laible, Laura Waterman, Micahel O´Keefe, Steven Sigmon, Susan Casey, Paul Douglas, Bertram Greener, Chelen Johnson, Peter Leppik, Parke Kunkle, Hart Rosenblatt. Lawrence Rudnick, David Sigel, John Vekich y Margaret Leppik; a quienes desde aquí doy las más efusivas gracias y les deseo una vida sexual más activa. De paso les comunico que aprovecho para pasarme definitivamente al horóscopo chino y ser Perro para el resto de mis días.

jueves, 13 de enero de 2011

FUTURO PLUSCUAMPERFECTO


“Buenos días. Son las ocho de la mañana del 13 de abril de 2056, aniversario de la proclamación del Estado Global de Inmunización”. Tono escuchó las noticias con el nulo interés de siempre y se acabó de poner la crema protectora de rayos ultravioleta. Antes de apagar la pared espejo se echó una complaciente mirada. Su piel no tenía todavía ni una sola arruga ni un solo pelo, a pesar de haber sido sometido muy tarde a la exfoliación capilar total, como les pasó a la mayor parte de los niños de su barrio, hijos de simples elementos laborales básicos. Había escapado de allí para no volver nunca.

Los primeros años creyó que nunca saldría del infierno del selector de residuos, pero gracias a su absoluta falta de escrúpulos había conseguido un puesto en la zona de eliminación de elementos tóxicos de un hospital, un trabajo arriesgado pero que suponía el paso a una Zona Residencial Saludable de tipo D, en un plazo de cinco años, los que sobrevivían, claro. Y él era de los que sobrevivían siempre. Cuando por fin le dieron el primer Certificado de Inmunidad Elemental, se despidió para siempre de su deprimente núcleo familiar y se apuntó al programa Cobaya. Pero no se conformó con hacer cola para uno de los millones de experimentos farmacéuticos y quirúrgicos en los que sólo arriesgabas algún órgano a cambio de una ridícula compensación que no daba ni para pagar un mísero implante ocular. No, él se la jugó a una carta y se incorporó al cuerpo de guardaespaldas orgánicos. Tuvo suerte y su asignado se cansó de él antes del cuarto trasplante, uno de riñón. Su natural falta de personalidad y su elaborado servilismo le llevaron por fin al peldaño definitivo: la carta de fecundidad.

Y llegó Marcia, y el apartamento en una zona de apartamentos salubres, el Puesto Laboral Socialmente Innecesario, el sueldo indefinido y los niños.
Todo iba perfectamente, como en una serie psicólogos californianos que tan de moda estaban. Y de repente, en menos de 24 horas todo se viene abajo con un simple mensaje en el brazalete táctil: “Jubilación anticipada a los 95 años”. ¡Pero si le quedaba media vida por delante!. Y esa edad ¿dónde iba encontrar otro trabajo?. Marcia le abandonaría y se llevaría a los niños. Acabaría en un Centro de Espera Terminal, pegado a la pantalla de la tele hasta el fin de sus días o volvería donde empezó, a una zona sanitariamente insegura. No valía le pena engañarse. Ese era el proceso inevitable. Lo había visto muchas veces en los programas de pararealidad que emitían en todas las cadenas pero, evidentemente, esas cosas les pasaban a otros, a gente con conductas sociales inadecuadas. Pero él siempre había cumplido fielmente las reglas del Decálogo de Salud Social del Gobierno. Se había esforzado por cumplir hasta el más mínimo deseo de sus superiores, sin estorbar con individualismos ni iniciativas personales, y esta era la recompensa que recibía.

Oyó como Marcia y los niños volvían de su hora de deporte matinal y recompuso el gesto. Nadie debía de notar nada o estaba perdido. Quizá si no se diese por aludido, si no hiciese caso del aviso y siguiese actuando como si no pasase nada, tardarían en detectar su ausencia del centro de prejubilación. Al fin y al cabo, todos los días debían de incorporarse cientos de personas y nadie iba a notar la ausencia de uno más.
Pero mientras conducía hacia el Centro Comercial Hospitalario de su distrito, comenzó a desmoronarse. ¿A quién quería engañar? Antes o después el sistema detectaría su rebeldía y aquello sería todavía peor, sería el fin. Le retirarían su tarjeta sanitaria y perdería sus derechos como ciudadano. Le tratarían como a un criminal y le expulsarían más allá del cordón de salubridad que defendía las ciudades desde la Gran Epidemia. Su caso saldría en todos los programas nocturnos como un ejemplo de desviación social, como un cáncer del sistema, como un terrorista que había intentado romper el orden y desobedecido a los designios de la infalible Junta Médica de Gobierno.

En el pasillo central del centro una pantalla gigante emitía los habituales mensajes, que ese día estaban cargados de un significado especial para Tono: “Convierta el invierno en verano en nuestras Unidades de Reposo de la Riviera Maya”. “No sea el último. Conozca ahora la composición química de la Píldora Hipoalergénica”. “Evite las preocupaciones con Evadoline, su seguro de estulticia mental”. De repente el pánico se apoderó de él y dio la vuelta hacia la salida tirando de su esposa, que a su vez arrastró consigo a los niños. Ella comenzó a gritarle lago, pero él solo oía un intenso zumbido dentro de su cabeza que repetía: ¡jubilación, jubilación!. Su actitud llamó la atención de un Asistente de Control Sanitario que se dirigió hacia la familia con su falsa sonrisa cincelada en la cara.

De pronto el zumbido se vio interrumpido por una vibración en su muñeca. La pantalla táctil se iluminó: “Anulada requisitoria anterior. Pase a fase de rutina”. Se paró en seco y toda la familia tropezó con él. La voz del ACS sonó amablemente autoritaria: “Buenos días unidad familiar. ¿Algún problema”. Tono alcanzó a murmurar: “No, no, todo en orden. Pero había olvidado el homenaje al Antitabaquista Desconocido. No quiero perdérmelo por nada del mundo”. El ACS amplió la sonrisa y los despidió: “Es la actitud correcta para todo ciudadano consumidor”.

Tono se tragó las ganas de saltar de alegría por el nuevo vuelco de su vida y salió del Centro Comercial Hospitalario, entre el afortunado silencio de su prole. El silencio infantil era uno de los grandes logros del sistema educativo, por eso Tono se asombró al oír la voz del hijo mayor: “Mira, unos Acratas Nicotínicos”. El chaval señalaba un grupo jóvenes que repartían panfletos en un puesto informativo de una Asociación Pro Toxina, defensores de la legalización de unos mínimos elementos de toxicidad inmunológica en el organismo. Aquellos niñatos de clase alta del Barrio de la Perfección, jugando a revolucionarios con el futuro asegurado eran más de lo que Tono podía aguantar: “Unos delicuentes, una lacra, eso es lo que son”. Rizando el rizo de lo inverosímil, su hijo volvió a hablar: “Dicen que tiene derecho a dejar de ser “saludables pasivos. Parece que en Estados Unidos se están poniendo de moda”. Aún no había salido de su asombró cuando Marcia se sumó al jolgorio: “¡Huy, pues como triunfe eso en los Estados Unidos, a los dos días lo tenemos aquí, eh!”. Nunca habían tenido una discusión tan larga, así que decidió cortar por la sano aquella algarada familiar: “¡A vosotros lo que os pasa es que ves demasiada televisión! Derechos, derechos. ¡Pamplinas!”.