Recuerdo perfectamente aquel 20 de noviembre. Era un día frío en el que me levanté para coger el autobús que me llevaba al instituto, que estaba a veinte kilómetros de mi pueblo. Cuando llegamos nos dijeron que no había clase y nos enviaron de vuelta. A mis 16 años estaba muy escasamente politizado, palabra muy mal vista en aquella época, así que pasé la tarde intentado sin éxito ligarme a la chavala que hacía el Auxilio Social (una especia de mili civil para las chicas) en la biblioteca pública y que me traía de cabeza. No participé en ninguna celebración clandestina ni en ningún duelo oficial.
De aquellos días tengo grabadas dos cosas: los partes médicos que decían que el dictador, entonces generalísimo/caudillo, se pasaba el día soltando heces en melena y la imagen del siniestro Pinochet subiendo las escaleras del Valle de los Caídos. Luego vino la orgía libertaria, por lo menos para mí y mis colegas, de la militancia de la transición, la movida madrileña, el desencanto político y la fuga de cerebros producida por las drogas.
Han pasado 33 años y Franco se ha convertido en un actor que sale por la tele en unas series de bajo presupuesto, escasa calidad y nula aportación histórica. Unos quieren que se juzguen sus crímenes contra la humanidad, otros que nos olvidemos de un asunto tan pasado de moda y otros, casi nadie afortunadamente, que resucite. Las tertulias catódicas se llenan estos días de mercenarios que vociferan y montan mucho escándalo, de fosas comunes medio llenas o medio vacías, de nostálgicos y vengadores, de neofachas y neorojos. Antes pensaba que aquel 20 de noviembre nos había traído un nuevo país y una nueva sociedad. Ahora pongo la tele y llego a la conclusión de que la única herencia que nos ha quedado de aquel día son las heces en melena.
De aquellos días tengo grabadas dos cosas: los partes médicos que decían que el dictador, entonces generalísimo/caudillo, se pasaba el día soltando heces en melena y la imagen del siniestro Pinochet subiendo las escaleras del Valle de los Caídos. Luego vino la orgía libertaria, por lo menos para mí y mis colegas, de la militancia de la transición, la movida madrileña, el desencanto político y la fuga de cerebros producida por las drogas.
Han pasado 33 años y Franco se ha convertido en un actor que sale por la tele en unas series de bajo presupuesto, escasa calidad y nula aportación histórica. Unos quieren que se juzguen sus crímenes contra la humanidad, otros que nos olvidemos de un asunto tan pasado de moda y otros, casi nadie afortunadamente, que resucite. Las tertulias catódicas se llenan estos días de mercenarios que vociferan y montan mucho escándalo, de fosas comunes medio llenas o medio vacías, de nostálgicos y vengadores, de neofachas y neorojos. Antes pensaba que aquel 20 de noviembre nos había traído un nuevo país y una nueva sociedad. Ahora pongo la tele y llego a la conclusión de que la única herencia que nos ha quedado de aquel día son las heces en melena.