martes, 13 de diciembre de 2011

No me líes más


Llevamos casi 25 días con un gobierno provisional, que para el caso es lo mismo que sin gobierno y aquí no ha pasado nada, o mejor dicho, casi estamos más tranquilos que antes, cosa que demuestra para lo poco que sirven los gobiernos y quien manda realmente aquí: Merkozí y los Mercados, que aunque lo parezca, no es un grupo de rock.

Son 552 horas de amenazas con la que se avecina, de rumores sobre catastróficos recortes sociales y de genuflexiones de nuestros presuntos mandamases ante los absolutos mandatodo del dinero. Son 33.120 minutos desde que la más patética de nuestras patéticas campañas electorales acabó en un jornada de reflexión que tuve la fortuna de celebrar con una noche de música y juerga con amigos y colegas. Y digo la fortuna, porque no sólo me lo pasé como un enano, con perdón de los acondroplásicos, si no que además tuve unas afortunadas revelaciones políticas fruto a la par de la ingesta de bebidas espirituosas y de las letras de los dos grupos del concierto: Don Vito y Aerostato.

La cosa tenía como escenario la Sala Begood de Barcelona, donde convocados por los perros verdes de Groc Dog, nos dimos cita un puñado de viejos amigos que nos abrazamos entusiásticamente y nos deleitamos con las dos bandas (nunca mejor dicho) que actuaron. Aerostato venían de Madrid, liderados por Ángel Carmona, el conductor del programa de Radio 3, “Hoy Empieza Todo”, que reconoceréis que es un nombre que venía al pelo para tal noche. Los aerostatos derrocharon verborrea, desfachatez y buena música, con letras lisérgicas que hablan del año nuevo chino, la sopa o la vida propia del mobiliario doméstico. Mi cráneo privilegiado captó de inmediato el mensaje: se acercan tiempos delirantes en los que unos cuantos seguirán viviendo de la sopa boba y viene una nueva remesa dispuesta a arramblar hasta con los muebles, mientras nos amenizan con cuentos... chinos, por supuesto.

Por si no fuera un mensaje lo suficientemente diáfano, los Don Vito se encargaron de despejar mis últimas dudas. Camil, Mariano y Juan, vestidos con una elegancia impecable, como corresponde a unos fieles seguidores del “capo di tutti capi”, desplegaron ante mis orejas un alud de sabiduría del que tardé varios días en recuperarme, San Bourbon mediante. Para muestra, el botón de su tema Miedo, que habla de “políticos canallas, empresarios sin agallas, banqueros reprimidos, hipotecas impagables, prestamos derrochadores, desacuerdo entre regiones.... fabricando miedo, despidiendo corazones”. Por si no se entendía bien, que hay mucho torpe suelto, su tema estrella de la noche fue “No me líes más”, una frase que, llamame tiquismiquis, me suena dentro del cráneo, al más puro estilo Homer Simpson, cada vez que escucho a un político.

Quizá penséis que tengo un rostro que me lo piso al endilgaros una crónica de un concierto de hace casi un mes.. y tenéis razón. Pero a parte de que se lo debía a mis Don Vito del alma y los Groc Dog de mi corazón, ayer se me iluminó el cerebelo cuando leí unas declaraciones de nuestro inminente presidente que rezaban (y va sin segundas): “Lo que no va a entender la gente es que se hagan cosas de las que tengamos que avergonzarnos..... estas son las propuestas razonables, podía haber habido otras, pero hay que proponer, como todo el mundo sabe, lo que hay que proponer”. Ante tal despliegue de sapiencia comencé a derramar lágrimas de agradecimiento por semejante guía y luz en los próximos años y decidí compartir con vosotros este embrollo de deterioro mental que he desarrollado desde la jornada de reflexión y que, como los mandamientos, se resumen en dos: tenemos lo que nos merecemos y aquí pasará lo que tenga que pasar.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Los tontos no lloran


Allá por el año 1983 este país se hallaba sumergido en una severa crisis económica y yo era un jovenzuelo que daba sus primeros y titubeantes pasos en esta ingrata profesión del periodismo. Por entonces iba a comerme al mundo, ignorando si sería capaz de digerir semejante festín. Afortunadamente por entonces aún no se había puesto de moda medirlo todo por su rentabilidad económica y conseguí mi primer trabajo regular, o sea, a mitad de camino entre bueno y malo y con cierta estabilidad, retransmitiendo la Lotería Nacional todos los sábados para una recién nacida emisora municipal de radio de una ciudad que nunca había pisado: L´Hospitalet de Llobregat. Evidentemente la potencia de la emisora, por muy ambiciosa que fuera, no llegaba a Madrid, así que para darme paso en antena mis compañeros me enviaron un micrófono con un cable de varios metros y llamaban por teléfono a una cabina de la sala de prensa del salón de loterías, desde donde me daban paso y yo comenzaba a hablar andando hacia mi mesa.

El resultado inmediato fue que mis colegas de otras emisoras me apodasen Frank Sinatra. Las consecuencias a más largo plazo fueron el desarrollo de una personalidad profesional basada en la escasez de vergüenza y la improvisación por falta de medios técnicos. En los siguientes tres años me convertí en el corresponsal en Madrid, desde donde transmitía las ruedas de prensa de los consejos de ministros de Felipe González desde los teléfonos de los despachos de la Moncloa, las manifestaciones de la reconversión industrial desde cabinas telefónicas de la calle rodeadas por obreros gritando consignas, los primeros debates sobre corrupción política pegando el altavoz de la grabadora a un teléfono de una cabina del congreso o entierros como el del profesor Tierno Galván desde bares donde la gente guardaba un respetuoso silencio sepulcral.

Así me fui curtiendo en la técnica de “buscatelavidachaval”, cosa que me vino al pelo cuando comencé trabajar en empresas más dotadas de infraestructuras. Y os preguntaréis ¿porqué nos endilga éste ahora esta batallita pleistocénica de periodismo ancestral?. Pues, aparte de tirarme un poco el pisto profesional, la cosa viene a cuento porque andando los años acabé recalando de nuevo y por puñetera casualidad, en aquella emisora de Radio L´Hospitalet, esta vez para hacer un divertido programa en compañía de mis compañeros de Bad Music Blues. Durante tres años hemos hecho un programa divertido y disparatado, sin grandes pretensiones y sin mayores preocupaciones, hasta que hace un par de días nos comunicaron que los genios que dirigen el ayuntamiento van a cerrar la emisora.

Recibí la noticia en Sevilla e intenté digerirla mientras paseaba por los Jardines de Murillo, entre parejitas que se arrullaban en la oscuridad y adolescentes que vomitaban a plena luz, o sea, un botellón de medio pelo. Ajeno a tal despliegue de sensibilidad, pensé en Jota, Abadías y el resto de los compañeros que se quedan en la calle, en todos los que algún día tuvieron su primera oportunidad en esa radio y en los que ya nunca la tendrán. Entonces me di cuenta de que se me escapaba una lágrima. Sí, efectivamente, me estaba comportando como un moñas, sobre todo teniendo en cuenta que soy de esa generación a la que le taladraron el entendimiento con lo de que los hombres de verdad no lloran. Afortunadamente, hace mucho tiempo que aprendí que los únicos que no lloran son los tontos. Sin ir más lejos, seguro que no han vertido una lágrima los cráneos privilegiados que han decidido ahorrar en setenta sueldos lo que han despilfarrado durante años en asesores inútiles, fastos innecesarios y dietas insultantes.

No dudo que el ayuntamiento de Hospitalet necesite ahorrar y ajustar sus cuentas, pero no acabo de entender esta moda de buscar una salida a la crisis saneando cuentas públicas a base de incrementar las listas del paro y la precariedad laboral. Puede que el argumento sea, como ya leo en algunos sitios, que una emisora pública sólo es un elemento de propaganda y que hay prioridades más gordas. Puede, pero también es cierto que eso nos es culpa de los currantes, que hay sitios por los que recortar gastos más innecesarios, que a lo mejor lo que sobra son políticos mediocres sin imaginación y que... en fin, yo que se, porque el mosqueo me nubla el entendimiento.

Total, que ahora que se me ha secado la lágrima con la subida de temperatura que da la mala virgen,sólo se me ocurre preguntarle a los inteligentes dirigentes de la hipotética derecha civilizada, la presunta progresia moderada o la anticuada izquierda radical, que planes tienen para los miles de jóvenes periodistas, enfermeros, profesores, técnicos, camareros, lampistas... y presentes y próximos parados en general. ¿Quizá contratarlos de plañideras en el inminente entierro de su futuro?.

miércoles, 12 de octubre de 2011

Los putos blues y la hispanidad


Ayer era un día como otro cualquiera, al menos para mi. Pero resulta que con mi despiste habitual estaba entrando en un día patrio, uno de esos días patrios por excelencia. Pasadas las doce de la noche, aferrado a mi chupito, entraba en el Día de la Hispanidad, nombre rimbombante con el que antes se denominaba al día del Descubrimiento de América.
Ajenos a esas vicisitudes, dos amigos míos presentaban un disco. La criatura se llama “Todo lo hice por los blues” y lleva el subtitulo “Cien por cien en castellano”. Y pensareis, ¡coño que apropiado!. Pues, queridas bestezuelas, para nada. La cosa era un puta casualidad, provocada por una profunda reflexión: lo presentamos el martes, porque el miércoles es fiesta. ¿Qué fiesta?. Ni puñetera idea. La cosa es que en una sala de Barcelona, regentada por un descendiente de gallegos y llamada Rocksound, dos argentinos presentaban un disco que resumía sus escasos treinta años de vida.
Como últimamente hay un exceso de patriotismo, vaya por delante que a los dos individuos en cuestión nunca los reivindicaré como descubrimiento, por muy sudacas que sean, sino como amigos, por muy sudacas que sean, valga la reiteración.
Los “pibes” se llaman Martín y Flavio, Se conocieron allá por principios de los 90 en un campo de fútbol. Los que los conocemos sabemos lo que cuesta imaginárselos vestidos con pantalones cortos y medias a media pierna. Pero hubo un día que fue así. Ambos jugaban en el Club Ferrocarril Oeste, ignoramos con que fortuna balompédica, pero la vida no les había llamado al recto camino del deporte, sino al tortuoso camino del arte, o en su defecto, de la farándula.
Martín era el típico feo encantador que ligaba como un condenado. Flavio era el graciado que no se comía una rosca y tardaba en despegar. Martín era un seductor guitarrista de un grupo de rock adolescente. Su colega Flavio dedujo que ahí estaba la clave del éxito y aprendió a tocar la armónica, porque le pareció el instrumento más fácil.
Una buena noche ambos se subieron a un taxi y la taxista llevaba un casette con música blues. Y allí parió la madre del cordero. Flavio se quedó impactado y, andando el tiempo, se convirtió en Tota. Martín se convirtió en su fiel escudero y devino en lo que ya era: un magnífico guitarrista. Ambos se hartaron de recorrer tugurios arrastrando sus blues, hasta que un buen día pillaron un avión y se vinieron a esta europa/españa/cataluña, cruzando el océano que Colón convirtió en charco y “pasando más miedo que argentino aduana”, según propia confesión.
Aquí las pasaron de todos los colores, desde el verde hasta el morado, hasta que se ¿asentaron?. Ayer estos dos bingueros marrulleros, cumplieron un sueño: demostrar que el blues tiene un idioma propio, pero un sentimiento universal. Martín Merino, el chaval que componía baladas de rock, demostró que lleva dentro un poeta. Tota, ese absoluto Tota Blues, disfrutó como un niño tocando magistralmente aquel instrumento que un día, como al despiste, le cambió la vida.
Durante dos horas nos regalaron canciones que hablan de bares, de mujeres, de borracheras, de desamores, de decepciones, de soledades, incluso, de amores y éxitos. Nos dijeron cosas como , “Olvídate del pasado, consíguete otra mujer”,”Soy un rey de noche y un mendigo de día”, “Tuve una gran mujer pero no tuve tiempo para huir”, “Soy un tipo raro” o “El último whisky”. Por momentos pensaba que estaba escuchando mi propia biografía. A la mañana siguiente, me desperté con un ladrillo en la cabeza y pensando: menos mal que algunos nos han devuelto el puto descubrimiento.

lunes, 3 de octubre de 2011

La última corrida


El otro día vi a un chaval, con los cojones de un torero pegados en la nuca, llorando mientras se lleva al diestro (por cierto, ¿no hay toreros zurdos?) desde la Monumental de Barcelona hasta su hotel (el del torero, no el del porteador, que la cosa cambia mucho). El tipo le gritaba a la cámara que le habían quitado lo más grande y lo mejor que tenía (espero que refiriéndose al cierre de la plaza de toros). Eso pasaba a pocos metros de donde vivo, pero yo lo vi por la tele, que es donde se ven bien las cosas. Pero como soy de natural curioso, salí a la calle a disfrutar con el espectáculo. Por un lado los antitaurinos celebrando el fin de la tortura, por el otro los taurinos llorando por desaparición de una cultura fundamental. Incluso había quien se lamentaba por la perdida de libertad de expresión y casi todos, por una cosa o por la otra, se sentían más patriotas que nunca.

Y os preguntaréis, ¿que tiene que ver esto con la foto de la señora pidiendo en la calle?. Pues resulta que la señora también vive en el barrio, concretamente en la entrada de un tienda que se alquila desde hace un año, y que cientos de personas: taurinos, antitaurinos, escépticos, aburridos, apáticos, achispados, todos sin excepción, pasaron a su lado sin verla. O sin querer verla, como algo que no va con ellos, que a ellos no, que eso le pasa a gente muy desestructurada, sin familia, sin amigos.

La señora de la foto no quiere contar su vida, lo cual me parece muy lógico, pero de su cartel deducimos algunas cosas. No tiene faltas de ortografía, lo que supone un cierto nivel cultural y además indica que el cartel tiene muchas posibilidades de ser verdad. Dice que su marido murió y ella se quedó en la calle, lo cual puede significar que no hace tanto llevaba una vida más o menos normal, si es que tal cosa existe, y de golpe todo se fue al carajo. Su aspecto limpio y las dos maletas grandes, seminuevas y repletas, parecen indicar que la anterior sospecha es cierta y que todavía no ha entrado en la cuenta atrás del vagabundeo. La señora de la foto quizá hace poco tiempo tenía una familia, y no necesariamente desestructurada, quizá tuviera amigos y, eso seguro, en algún momento todo se fue a la mierda. Una situación que a veces está más cerca de lo que pensamos.

Más de diez millones de españoles vive en una situación de “riesgo de pobreza o exclusión total”, en eufemismo que viene decir que las están pasando más putas que Caín para sobrevivir malamente. Diez millones de españoles viene ser casi uno de cada cuatro, por si no os apetece hacer el cálculo Los que mejor lo llevan son los ciudadanos de Navarra, donde el indice de personas al límite es de una de cada diez, y los que peor son los de Melilla, donde están oficialmente hasta el cuello cuatro de cada diez. Esto último lo pongo para que parezca más serio, pero en realidad no aporta casi nada, igual que la mitad de los datos que vomitan en los informativos.

No sé el informe que se llama AROPE, siglas de “At Risk of Poverty and/or Exclusión” (y aquí no os hago la traducción para no insultar a vuestro preclaro intelecto), incluye a muchos de los que están volviendo a casa de sus padres pasada la treintena, e incluso la cuarentena, porque se les ha desmanganillado todo el tenderete, a los que están apurando los últimos cartuchos de los ahorros mientras ven como no venden ni a tiros la vivienda que hace sólo tres días era “una inversión segura que nunca puede perder valor” según los listos de las entidades financieras, a los que se pasan días trabajando en proyectos que nunca cobrarán, o al que está esperando una regulación de empleo o a los que andan por ahí fuera buscándose la vida y ven que como cada día lo tienen más chungo para volver y no engrosar las filas de la precariedad. Pero me temo que no, que esos todavía no están en esa lista. Y si contamos a todos esos que andan, o andamos, por la cuerda floja y sin red, se le eriza a uno el pelo de la nuca.

Y con el pelo de la nuca ya erizado, cuando uno lee lo que dicen y hacen quienes piden nuestros votos prometiendo sacarnos del pozo, es el momento de echarse a llorar... de rabia. Ahí si que la corrida promete ser larga, porque nos toreando como les da la gana, pegan un capotazo tras otro y les está saliendo la faena redonda. Claro que para corrida la que se marcó el otro día el broker de la BBC. Ese si que se quedó a gusto . Lo dijo alto y claro, como en la película de Willy Wilder. Uno: hay quien está aquí sólo para forrarse y para eso hace falta que la mayoría pringue a base de bien. Dos los políticos no mandan un carajo. Tres, esto se hunde, pero sólo para los pringaos, que somos los tontos que miramos al dedo cuando nos señalan la luna.

Como era de prever, al tío le han puesto a caldo, pero no se puede decir que sea un mentiroso ni un hipócrita. La señora de la foto dice que no tiene ninguna opinión sobre el broker susodicho, ni sobre las promesas electorales, ni sobre las primeas de riesgo, ni sobre la desestabilización de la zona euro, ni sobre los recortes presupuestarios, que ella lo que quiere es volver a dormir bajo un techo. Por no tener, ni siquiera tiene opinión sobre el asunto de la última corrida. Aunque a lo mejor la tiene y se la calla. Y a lo mejor se parece mucho a aquello que decía el Guerra (el torero, que no el político): “Más cornás da el hambre”.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Ausencias


A veces la vida parece sacada de un guión de una mala película de arte y desmayo. Andaba yo pesaroso por un ausencia, por un eclipse que me arañaba el alma, por una despedida que no fue, por un abandono virtual. Un persona que quiero y extraño había hecho mutis tras en un mensaje que era la promesa de otro que nunca llegó. Sentado en el metro, rodeado de vidas anónimas, buscaba una razón a un abandono inexplicado, y filosofaba de baratillo sobre mis propias, inaclaradas e inexplicables ausencias. En definitiva, que iba yo mirándome el ombligo de los sentimientos cuando el móvil vibró con la pantalla iluminada con el nombre de un viejo y querido amigo. Una de esas llamadas que encienden una alarma en la parte más encallecida del cerebro. Saludos de rigor e intercambio de datos básicos: seguimos en la brecha a pesar de los pesares, lo mismo digo, aquí estamos, luchando a brazo partido, intentando no perder la sonrisa, en la misma estamos camarada. Luego el dato: Mendi ha muerto, compañero.

Colgué y el tiempo retrocedió a los días de aquel invierno, a la barra de un diminuto garito de Malasaña, regentado por Tomás, el tipo más simpático y mujeriego que he conocido jamás. Un maravilloso tugurio frecuentado por adorables canallas, jóvenes envejecidos, mujeres de rompe y rasga y vividores de toda índole, que lucía el imposible nombre de El Fantasía, o sea, tratándose de Madrid, El Fanta (aunque allí refrescos se consumían más bien pocos).

Recordando a Mendi, a Pele, a Paquito el Bomba, al Filósofo Chiflado, a Toñi, A Chiqui, a Amparo, a Lourdes, a Pilar, al Roquero Amargado y a tantos otros ilustres ausentes, regresé al humo del amado garito, a las tardes de alcohol y risas, a las noches de juergas y delirios, a las veladas de charlas y despropósitos, a los interminables arreglos del mundo, a los amaneceres en cama ajena, a las pantagruélicas comidas dominicales, en fin, a la intensidad de aquellos arrebatados días. Entonces me di cuenta de que iba sonriendo como un imbécil. De golpe se me había borrado la tristontería que me inundaba por unas desapariciones virtuales y las había sustituido por el nostalgigozo de unas ausencias, definitivas unas, reales para siempre todas.

Me gustaría pensar que Mendi viaja por fin en uno de aquellos submarinos que tanto le gustaban, mirando el mundo a través de su descreido periscopio, saboreando un vino de cosecha y recitando los versos de viejos aventureros, riéndose con sus carcajadas de viejo pirata. Prefiero olvidar sus últimos y jodidos años, cuando su ausencia estaba teñida de dolor, oscurecida por las sombras más duras de esta perra vida. Prefiero recordar al disidente empecinado, al ácrata contracorriente, al ilustrado vividor. Prefiero sonreír y pensar que su ausencia no es tal, porque nadie desaparece del todo mientras alguien le recuerda.

viernes, 12 de agosto de 2011

La gran evasión


Lo peor del verano somos nosotros mismos, para variar. Somos un bicho que, en la temporada más calurosa e inhóspita del año, lo mejor que se le ocurre es apiñarse todos en los mismos sitios para desvariar de distintas formas y maneras. De ese frenesí ha surgido una industria ancestral y superespecializada: fiestas patronales, verbenas de barrio, gimcanas, pasacalles, partidos de solteros contra casados, festivales musicales, concentraciones (sic), conciertos, botellones, despedidas de soltería, manifestaciones, visitas papales y un larguísimo etcétera que, si se me ocurriese algo más, prolongaría.
Y ahí es donde te espera, agazapada, la pesadilla veraniega. Es prácticamente imposible escabullirte y no sufrir una serie de repetidos encuentros que pueden acabar con el ya inestable equilibrio mental de un bípedo implume de tipo medio. Yo, debo confesarlo, he optado por la técnica cobarde, de la que empiezo a ser un consumado maestro. Hace semanas que me dedico a dar esquinazo, regatear, hacerme el avión y huir como alma que lleva el diablo de una variopinta fauna.
De los presuntos conocidos, a los que no recuerdo haber visto nunca, que me aporrean la espalda mientras me escupen a la cara su alopecia mental y me endilgan delirantes análisis sobre invasiones de extraterrestres extranjeros y conspiraciones para privatizar la donación de órganos.
De las aprendices de Amy Westinghouse que se pintan como puertas y creen que decir cada tres segundos coño, hostia y me cago en la puta es un signo de personalidad y no una exhibición de garrulería palurda.
De los que les das la mano y te arrancan el brazo para batir con él las yemas de sus propios huevos que, evidentemente, son los más grandes del planeta.
De los fachas catastrofistas permanentemente amargados que ya lo veían venir porque el gobierno no se ha suicidado a tiempo.
De los buenrollistas empeñados en abrazarte y sumarte a su causa cósmica a base de empalagosos chupitos de exaltación de la fraternidad universal.
De los que ya lo sabían y de los que a mi que me vas a contar. De los especialistas climáticos y de los expertos en macroeconomía, recién fugados de una tienda china de todo a un euro.
De los patriotas de pueblo, empecinados en que les confirmes por decimonovena vez que como el sitio en el que han nacido por causalidad no hay ningún otro en todo el mundo.
De los que creen que un chandal es elegante, que escupir cáscaras de pipas es repoblación forestal y que el destornillador es una bebida.
En fin, que como todavía queda un mes de veranito, he decidido seguir un curso de yogui (de los de la india, no de los dibujos animados), ya sabéis, un tipo de esos que comen cristales y duermen en clavos. A ver si así consigo un poco de paz espiritual. Caso de no lograrlo, pues... nos vemos en los bares.




sábado, 16 de julio de 2011

La Realidad


Hace muchos años llegué a La Realidad. No, no es que me hubiese dado un rapto de sensatez y coherencia vital, del que que el diablo me libre. No, a donde llegué fue a una pequeña aldea en medio de la Selva Lacandona, en México, donde los zapatistas habían establecido su capital operativa. Por entonces aún era yo un periodista ilusionado y pensaba conectar con la revolución del momento. De la revolución lo cierto es que no vi mucho, pero me pasé una semana conviviendo por primera vez con unos auténticos indígenas del entonces llamado tercer mundo. Como no me dejaban moverme más allá de unos cien metros cuadrados, me convertí en un especialista en matar el tiempo.

Y en esas estaba yo una tarde, aburrido como un galápago, cuando a mi lado se sentó un indio con una sonrisa tan grande como su mostacho y el inevitable machete al cinto. Después de diez minutos de riguroso silencio, me preguntó de donde venía y si mi casa estaba muy lejos. Ya he dicho que era joven, pero sobre todo era ignorante de aquellas lides, así que me puse a explicarle que vivía al otro lado del océano, que éste era un enorme río que llevaba varios días cruzar a pié (porque el hombre insistió en saberlo, no porque se me hubiese ocurrido a mi tal explicación), y que cuando en su casa era de día, en la mía era de noche (eso sí fue de mi cosecha). El tipo sonrió, saludó con la cabeza y se largó. A partir de ese momento me convertí en la atracción de la aldea, No había tarde en que uno de los vecinos no se sentase a mi lado, con una sonrisa de oreja a oreja y soltase la misma pregunta. “¿Así que usted vive en un sitio que es de noche cuando aquí es día y que hay un río que lleva varios días cruzar?”

Aparte de aprender que hay veces que es mejor pensárselo dos veces antes de abrir la boca, en La Realidad me di cuenta por primera vez, que en este mundo hay muchas realidades distintas y que cada cual vive en la suya. Recordé esto cuando el otro día leí en la prensa que un cubano llamado Adonis había muerto cuando intentaba llegar a España oculto en el tren de aterrizaje de un avión. Había muerto asfixiado y congelado cuando trataba de cruzar ese mismo océano que tanta incredulidad creaba a mis amigos de la Selva Lacandona. Había muerto cuando buscaba un paraíso que había intuido en los canales vía satélite de televisión, que había observado en las calles de su ciudad, por donde se paseaban extranjeros vestidos de mamarrachos, a los que parecía sobrarles el tiempo y el dinero.

Algunos dicen que viajaba en busca de la libertad. Yo creo humildemente que la realidad es que Adonis quería huir al sitio en que viven algunos de los que iban dentro del avión, solo unos metros más arriba; tipos repelentes e impresentables, a los que en su pueblo no dirige la mirada ni la menos agraciada del lugar, que se ufanaban de las espectaculares mulatas que se habían “ligado” a golpe de billetera, atiborrándose de ron y de presuntas proezas sexuales.

Claro que él no sabía que muchos de esos patosos no regresaban a su casa, sino a la que les deja tener el banco mientras siguen soltando una pasta indecente, conseguida a base de poner el culo y trabajar como un asnos (a cada uno lo suyo). Tampoco sabía que, probablemente, para alguno serían sus últimas vacaciones y, quién sabe, su último polvo con una señora de buen ver, porque habían viajado con un dinero que no era suyo, sino de unos señores que se llaman “mercados”. Y seguramente ignoraba que todo aquel alarde de poderío y chulería del que habían hecho gala en el trópico, se quedaría en un triste balbuceo de excusas cuando se tuviesen que enfrentar de nuevo a su jefe y puede que hasta a su mujer; y que aquella generosidad y buen rollo que habían derrochado con negros y mulatos de toda edad y condición, se volvería en desprecio hacia cualquiera de piel oscura y acento extranjero, en cuanto pisase las aceras de su barrio.

Si Adonis hubiese sobrevivido a su descabellado intento, hubiese descubierto que nuestra realidad es mucho más cutre de lo que el se había imaginado, que aquí no atamos los perros con longanizas, que nuestra sociedad está al bode de la caducidad y que sobrevivir significa tragar mierda y decir amén cada vez que los que tiene la sartén por el mango nos sueltan unas migajas del pastel. No le dio tiempo. Se murió congelado a miles de metros de altura, cruzando un océano de falsas esperanzas, soñando con una realidad que no existe, por mucho que algunos se empeñen en venderla envuelta en papel de regalo.