En el locutorio de la esquina se está criando el futuro presidente de este país, se llame como se llame (el país, no el presidente). En un rincón, rodeado de cabinas, ordenadores y algún que otro electrodoméstico de segunda mano, hay parquecillo de esos rodeados por una red (de pequeños vivimos todos en La Gran Evasión). Desde allí una madre y un bebé se vigilan mutuamente. El chaval es de los de sonrisa enganchosa, con una impresionante mata de pelo negro y rasgos indígenas, concretamente de los de los indígenas de América. Todo junto es como una versión apocalíptica de la Natividad (palabra que viene de nativo, fijo).
A este particular portal de Belén no vienen ni reyes ni magos. Y el oro, el incienso y la mirra se transforman todos los días en giros postales, olor a sudor y llamadas desesperadas. El niño del locutorio crecerá entre silencios que gritan malas noticias, lágrimas silenciadas y frustraciones disimuladas. Aprenderá a caminar entre un cruce constante de idiomas, de acentos que cuentan todos lo mismo: “Yo muy bien, echándolos de menos. Cuando mejoren las cosas ya nos iremos juntando”.
Quizá también aprenda a dudar de la propia gente gracias a las lágrimas de esa mujer desesperada porque todo lo que ganó a base de fregona y humillación, se ha ido por el retrete de una familia voraz, que sigue pidiendo más, allá al otro lado del teléfono. Y cuando aprenda a hablar viajará a cientos de sitios cada tarde, subido en las conversaciones que cruzan el planeta, para descubrir que en todas partes alguien se cree superior a alguien.
Aprenderá a distinguir los olores de los enemigos de la especie: el miedo, la vergüenza, la miseria, la mentira, el odio y la soledad. Y crecerá intentando evitarlos. Si lo consigue con la que le va a caer encima en cuanto pise fuera del locutorio, me temo que no querrá ser presidente ni borracho. O quizá le dé por cambiar el mundo. Con los niños nunca se sabe, ¡algunos hasta quieren ser como sus padres!.
A este particular portal de Belén no vienen ni reyes ni magos. Y el oro, el incienso y la mirra se transforman todos los días en giros postales, olor a sudor y llamadas desesperadas. El niño del locutorio crecerá entre silencios que gritan malas noticias, lágrimas silenciadas y frustraciones disimuladas. Aprenderá a caminar entre un cruce constante de idiomas, de acentos que cuentan todos lo mismo: “Yo muy bien, echándolos de menos. Cuando mejoren las cosas ya nos iremos juntando”.
Quizá también aprenda a dudar de la propia gente gracias a las lágrimas de esa mujer desesperada porque todo lo que ganó a base de fregona y humillación, se ha ido por el retrete de una familia voraz, que sigue pidiendo más, allá al otro lado del teléfono. Y cuando aprenda a hablar viajará a cientos de sitios cada tarde, subido en las conversaciones que cruzan el planeta, para descubrir que en todas partes alguien se cree superior a alguien.
Aprenderá a distinguir los olores de los enemigos de la especie: el miedo, la vergüenza, la miseria, la mentira, el odio y la soledad. Y crecerá intentando evitarlos. Si lo consigue con la que le va a caer encima en cuanto pise fuera del locutorio, me temo que no querrá ser presidente ni borracho. O quizá le dé por cambiar el mundo. Con los niños nunca se sabe, ¡algunos hasta quieren ser como sus padres!.
2 comentarios:
muy bueno. Crudo y poco esperanzador, pero merece mi humilde aplauso.
muy bueno. Crudo y poco esperanzador, pero merece mi humilde aplauso.
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