martes, 24 de noviembre de 2009

Simplemente un periodista


Hace un par de meses, mientras preparaba el equipaje para emprender un documental tan ambicioso en lo profesional como ruinoso en lo económico, me llegó la noticia de que Víctor López Villaravid nos dejaba para siempre.
Era Villaravid de esa generación que se hizo a sí misma y que logró acceder a la educación y la cultura a pesar de tenerlo todo en contra. A los 24 años era el responsable de la única radio de la comarca, se quedó sin emisora gracias a la Ley Fraga y desde entonces hasta que se jubiló, fue el corresponsal del diario El Progreso y de la Agencia EFE, además de colaborar y escribir en todo lo que se ponía a tiro. Era en definitiva, el periodista de cabecera del pueblo en el que por casualidad, yo vine a parar al mundo.

A finales de los setenta yo me largué a Madrid para convertirme en una “rara avis” local, un chaval que quería convertirse en periodista en lugar de ser abogado, médico o ingeniero, que era lo que se llevaba entonces y con lo que soñaban todas las madres. Eran los tiempos en los que la Universidad era la esperanza de las clases medias y bajas para que sus hijos pudiesen llegar a ser lo que ellos nunca pudieron. Era antes de que las clases medias se convirtiesen en mediocres y cuando el periodismo era un oficio y no un camino al estrellato.

Me zambullí en la vida agitada de lo que entonces se llamaba “la capital” y poco a poco fui despegándome de los orígenes. Me fui curtiendo en crónicas apresuradas con más o menos acierto y épocas de éxito efímero, reportajes más o menos sonados y alguna que otra jefatura, a todas luces apresurada. Mi pueblo era ese sitio al que regresaba de vacaciones con una escena repetida siempre con el mismo patrón; a mitad de camino entre la estación del tren y mi casa, un antiguo compañero del colegio me saludaba desde la puerta de su zapatería con la misma frase: “¿Qué tal va eso Villaravid?”. En su escuálido mundo mental, el antiguo camarada quería transmitirme un mensaje: “no te hagas el importante porque al fin y al cabo, no eres más que un simple juntaletras”.
Gracias a esa mezcla de soberbia e ignorancia que te proporciona la juventud, tardé años en darme cuenta de que en realidad, y sin quererlo, me estaba haciendo un elogio. Donde él colocaba la intención socarrona de rebajarme al oficio de periodista local, yo empecé a leer el reconocimiento inconsciente de la realidad y la grandeza de la profesión que elegí hace un tiempo ya remoto.

Ahora que ya he comenzado a olvidar las miles y las hieles de este negocio, he aprendido que es mucho más fácil, y de paso más glamuroso, ser corresponsal internacional o cronista del Congreso, que informador local. Al fin y al cabo, cuando escribes sobre ministros, dictadores, traficantes de armas o estrellas galácticas del fútbol, no estás obligado a cruzártelos en la calle a la mañana siguiente, ni a tomar el café en los mismos bares. Siempre es más llevadera una nota de protesta o una carta al director, que una recriminación, una crítica o una petición de cuentas a bocajarro, cuando vas andando por la acera o vas a compra el pan.

En estos tiempos en que nuestras televisiones son feudo de iletrados sin entrañas que manejan con maestría la malediciencia y el insulto zafio, ahora que los periodistas son básicamente portavoces de las empresas que les pagan el adosado, el gimnasio y el divorcio, ahora que los masters disimulan una igonrancia supina sobre la vida, valoro cada vez más a esos periodistas de lo cotidiano, capaces de entrevistar con la misma soltura a la bibliotecaria y al famoso que visita el pueblo, capaces de escribir de la ampliación del mercado de abastos o del último episodio de transfugismo político. Ahora que la importancia de la noticia depende del nivel de escándalo, valoro cada vez más la información rutinaria, la labor de quienes mantienen a sus vecinos informados de lo que realmente les atañe, por muy gris que pueda parecer.

La última vez que lo vi, Víctor luchaba contra el cáncer a base de nuevos proyectos de futuro y me regaló una reflexión que resumía muchos años de vivir contando cosas. Hablábamos de lo que había cambiado la sociedad de nuestro pueblo desde que yo había nacido y él había comenzado a ejercer de plumilla, que más o menos fue por la misma época, y me dijo: “Antes traballábamos catro o os demais ríanse de nos”. Lo recordé el otro día, cuando al regreso de mi viaje abrí un periódico plagado detenciones de políticos corruptos. A lo mejor, querido Víctor, la cosa no ha cambiado tanto. Lo malo es que cada vez queda menos gente capaz de darse cuenta y contarlo bien. Gracias y hasta siempre compañero.