miércoles, 8 de diciembre de 2010

¡Qué culpa tiene el tomate!


Anoche tuve un sueño muy raro. Estaba paseando por el super, ente un laberinto de manzanas, lechugas, judías, patatas, coliflores y otras hierbas, cuando de repente me pareció oír que alguien lloraba. Como estaba solo en medio de aquel laberinto agrícola, pensé que se me había ido definitivamente la perola, cosa bastante más que probable, y que lloraba a escondidas de mi mismo. Pero entonces me fijé que en la esquina de una caja de cartón una pera consolaba a un tomate que se quejaba amargamente: “Te juro que yo no quería hacerlo, pero me obligaron. Arruiné a esos pobres agricultores y maté de hambre a su familias, y ahora estoy aquí, esperando a que venga alguien a intoxicarse con mi corazón destrozado”. Me quedé medio oculto entre las hojas de unas espinacas dormidas, sin perderme ni un detalle de la entrañable escena.
La pera acariciaba con su rabillo la calva del tomate y le decía: “Venga, desahogate, cuéntamelo todo”. El tomate, entrecortado por el hipo, le contó la siguiente historia:
“ Hace 12.000 años, yo estaba tan tranquilo en mi mata y vino un homo sapiens, me abrió las entrañas, cogió mis semillas y las plantó. Tuve muchos tomatitos y durante generaciones fui muy feliz. Hasta que un día, mucho después, los homo sapiens empezaron a matarse unos a otros en una cosa que se llamaba la Primera Guerra Mundial y cuando se cansaron, convirtieron las bombas en unas cosas que se llamaban fertilizantes e insecticidas que me echaron por encima Al principio me dolió un poco y tuve muchos picores por todo el cuerpo, pero poco a poco me acostumbré y empecé a engordar y crecer, a salvo de las plagas y los bichos. Pero al homo sapiens todo le parecía poco y no paraba de matarse. Un día, en un sitio llamado Vietnam, inventó el “efecto naranja” con la sana intención de eliminar la selva y todo lo verde, y de paso matar de hambre a unos tipos pequeños de ojos oblicuos, que resultaron más duros de pelar que una alcachofa.
Yo por entonces vivía en un pueblecito de unos homos pacíficos que se pasaban el día escarbando en la tierra, pero una buena mañana llegaron unos tipos que decían que eran Monsanto. Yo pensé que con aquel nombre serían muy buenos, pero resultó que primero les vendieron una cosa que le llamaban Round Up para que me rociaran con ella y así estar más guapo y lozano. Pero cada vez me ponía más enfermo, hasta que volvieron los mismo tipos y dijeron que había que operarme con lo último de la ciencia: la ingeniería genética. Desde aquel día no he vuelto a tener tomatitos propios y cada vez que los arañadores de la tierra quieren tener nuevos tomates, tienen que comprarle las semillas a los Monsanto.
Al final acabé refugiado en la huerta un arañador del pueblo de al lado, donde aún no habían llegado los tomates operados y viví feliz un tiempo, hasta que volvieron unos Monsanto distintos, que llevaban unas carteras de cuero en lugar de fumigadores, y le dijeron a mi amo que yo me había colado en su finca. El hombre intentó explicar que no era culpa suya, que yo y otros operados con tansgénicos nos habíamos instalado allí por nuesta cuenta; pero los de las carteras le dijeron que aquello era un robo y que si no compraba sus semillas le quitarían la tierra. La ultima vez que lo vi, mientras me metían en una caja, el hombre abandonaba su casa con toda su familia”
Cuando el tomate acabó su relato, la pera y yo llorábamos también a moco tendido. Entonces me desperté con la radio del vecino, que estaba escuchando una vieja canción de Quilapayún:
“Que culpa tiene el tomate que está tranquilo en su mata
y viene un hijo de puta y lo mete en una lata, pa mandarlo pa Caracas.
Cuando querrá el Dios del cielo que la tortilla se vuelva
que los pobres coman pan y los ricos pura mierda”