jueves, 20 de noviembre de 2008

Heces en melena


Recuerdo perfectamente aquel 20 de noviembre. Era un día frío en el que me levanté para coger el autobús que me llevaba al instituto, que estaba a veinte kilómetros de mi pueblo. Cuando llegamos nos dijeron que no había clase y nos enviaron de vuelta. A mis 16 años estaba muy escasamente politizado, palabra muy mal vista en aquella época, así que pasé la tarde intentado sin éxito ligarme a la chavala que hacía el Auxilio Social (una especia de mili civil para las chicas) en la biblioteca pública y que me traía de cabeza. No participé en ninguna celebración clandestina ni en ningún duelo oficial.

De aquellos días tengo grabadas dos cosas: los partes médicos que decían que el dictador, entonces generalísimo/caudillo, se pasaba el día soltando heces en melena y la imagen del siniestro Pinochet subiendo las escaleras del Valle de los Caídos. Luego vino la orgía libertaria, por lo menos para mí y mis colegas, de la militancia de la transición, la movida madrileña, el desencanto político y la fuga de cerebros producida por las drogas.

Han pasado 33 años y Franco se ha convertido en un actor que sale por la tele en unas series de bajo presupuesto, escasa calidad y nula aportación histórica. Unos quieren que se juzguen sus crímenes contra la humanidad, otros que nos olvidemos de un asunto tan pasado de moda y otros, casi nadie afortunadamente, que resucite. Las tertulias catódicas se llenan estos días de mercenarios que vociferan y montan mucho escándalo, de fosas comunes medio llenas o medio vacías, de nostálgicos y vengadores, de neofachas y neorojos. Antes pensaba que aquel 20 de noviembre nos había traído un nuevo país y una nueva sociedad. Ahora pongo la tele y llego a la conclusión de que la única herencia que nos ha quedado de aquel día son las heces en melena.

sábado, 8 de noviembre de 2008

El niño del locutorio


En el locutorio de la esquina se está criando el futuro presidente de este país, se llame como se llame (el país, no el presidente). En un rincón, rodeado de cabinas, ordenadores y algún que otro electrodoméstico de segunda mano, hay parquecillo de esos rodeados por una red (de pequeños vivimos todos en La Gran Evasión). Desde allí una madre y un bebé se vigilan mutuamente. El chaval es de los de sonrisa enganchosa, con una impresionante mata de pelo negro y rasgos indígenas, concretamente de los de los indígenas de América. Todo junto es como una versión apocalíptica de la Natividad (palabra que viene de nativo, fijo).

A este particular portal de Belén no vienen ni reyes ni magos. Y el oro, el incienso y la mirra se transforman todos los días en giros postales, olor a sudor y llamadas desesperadas. El niño del locutorio crecerá entre silencios que gritan malas noticias, lágrimas silenciadas y frustraciones disimuladas. Aprenderá a caminar entre un cruce constante de idiomas, de acentos que cuentan todos lo mismo: “Yo muy bien, echándolos de menos. Cuando mejoren las cosas ya nos iremos juntando”.

Quizá también aprenda a dudar de la propia gente gracias a las lágrimas de esa mujer desesperada porque todo lo que ganó a base de fregona y humillación, se ha ido por el retrete de una familia voraz, que sigue pidiendo más, allá al otro lado del teléfono. Y cuando aprenda a hablar viajará a cientos de sitios cada tarde, subido en las conversaciones que cruzan el planeta, para descubrir que en todas partes alguien se cree superior a alguien.

Aprenderá a distinguir los olores de los enemigos de la especie: el miedo, la vergüenza, la miseria, la mentira, el odio y la soledad. Y crecerá intentando evitarlos. Si lo consigue con la que le va a caer encima en cuanto pise fuera del locutorio, me temo que no querrá ser presidente ni borracho. O quizá le dé por cambiar el mundo. Con los niños nunca se sabe, ¡algunos hasta quieren ser como sus padres!.