sábado, 16 de julio de 2011

La Realidad


Hace muchos años llegué a La Realidad. No, no es que me hubiese dado un rapto de sensatez y coherencia vital, del que que el diablo me libre. No, a donde llegué fue a una pequeña aldea en medio de la Selva Lacandona, en México, donde los zapatistas habían establecido su capital operativa. Por entonces aún era yo un periodista ilusionado y pensaba conectar con la revolución del momento. De la revolución lo cierto es que no vi mucho, pero me pasé una semana conviviendo por primera vez con unos auténticos indígenas del entonces llamado tercer mundo. Como no me dejaban moverme más allá de unos cien metros cuadrados, me convertí en un especialista en matar el tiempo.

Y en esas estaba yo una tarde, aburrido como un galápago, cuando a mi lado se sentó un indio con una sonrisa tan grande como su mostacho y el inevitable machete al cinto. Después de diez minutos de riguroso silencio, me preguntó de donde venía y si mi casa estaba muy lejos. Ya he dicho que era joven, pero sobre todo era ignorante de aquellas lides, así que me puse a explicarle que vivía al otro lado del océano, que éste era un enorme río que llevaba varios días cruzar a pié (porque el hombre insistió en saberlo, no porque se me hubiese ocurrido a mi tal explicación), y que cuando en su casa era de día, en la mía era de noche (eso sí fue de mi cosecha). El tipo sonrió, saludó con la cabeza y se largó. A partir de ese momento me convertí en la atracción de la aldea, No había tarde en que uno de los vecinos no se sentase a mi lado, con una sonrisa de oreja a oreja y soltase la misma pregunta. “¿Así que usted vive en un sitio que es de noche cuando aquí es día y que hay un río que lleva varios días cruzar?”

Aparte de aprender que hay veces que es mejor pensárselo dos veces antes de abrir la boca, en La Realidad me di cuenta por primera vez, que en este mundo hay muchas realidades distintas y que cada cual vive en la suya. Recordé esto cuando el otro día leí en la prensa que un cubano llamado Adonis había muerto cuando intentaba llegar a España oculto en el tren de aterrizaje de un avión. Había muerto asfixiado y congelado cuando trataba de cruzar ese mismo océano que tanta incredulidad creaba a mis amigos de la Selva Lacandona. Había muerto cuando buscaba un paraíso que había intuido en los canales vía satélite de televisión, que había observado en las calles de su ciudad, por donde se paseaban extranjeros vestidos de mamarrachos, a los que parecía sobrarles el tiempo y el dinero.

Algunos dicen que viajaba en busca de la libertad. Yo creo humildemente que la realidad es que Adonis quería huir al sitio en que viven algunos de los que iban dentro del avión, solo unos metros más arriba; tipos repelentes e impresentables, a los que en su pueblo no dirige la mirada ni la menos agraciada del lugar, que se ufanaban de las espectaculares mulatas que se habían “ligado” a golpe de billetera, atiborrándose de ron y de presuntas proezas sexuales.

Claro que él no sabía que muchos de esos patosos no regresaban a su casa, sino a la que les deja tener el banco mientras siguen soltando una pasta indecente, conseguida a base de poner el culo y trabajar como un asnos (a cada uno lo suyo). Tampoco sabía que, probablemente, para alguno serían sus últimas vacaciones y, quién sabe, su último polvo con una señora de buen ver, porque habían viajado con un dinero que no era suyo, sino de unos señores que se llaman “mercados”. Y seguramente ignoraba que todo aquel alarde de poderío y chulería del que habían hecho gala en el trópico, se quedaría en un triste balbuceo de excusas cuando se tuviesen que enfrentar de nuevo a su jefe y puede que hasta a su mujer; y que aquella generosidad y buen rollo que habían derrochado con negros y mulatos de toda edad y condición, se volvería en desprecio hacia cualquiera de piel oscura y acento extranjero, en cuanto pisase las aceras de su barrio.

Si Adonis hubiese sobrevivido a su descabellado intento, hubiese descubierto que nuestra realidad es mucho más cutre de lo que el se había imaginado, que aquí no atamos los perros con longanizas, que nuestra sociedad está al bode de la caducidad y que sobrevivir significa tragar mierda y decir amén cada vez que los que tiene la sartén por el mango nos sueltan unas migajas del pastel. No le dio tiempo. Se murió congelado a miles de metros de altura, cruzando un océano de falsas esperanzas, soñando con una realidad que no existe, por mucho que algunos se empeñen en venderla envuelta en papel de regalo.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Realista e incisivo. Sí señor
Un abrazo
Luis

Anónimo dijo...

Ma hecho gracia lo de "que cuando alli es de dia, aqui es de noche"

Yo cuando estuve dando clase (y si me lo permites categoria, jaja) en el Instituto del Peru, recuerdo tb tener ciertos problemas en expicarle a los indigenas de alli la relacion entre dias de camino y horas de avion. Lo solvente dividiendo 10.000 km entre 35 km diarios (asumiendo la Mesianica tarea de que pudiesen caminar por encima del agua) resulto ser una cifra espeluznante que me granjeo entre los locales la fama de ser extraterrestre venido de ultramar, jajaja,

Un abraaaaazo
L.

Anónimo dijo...

vamonosss!!! así me gusta, no dejes de "endilgarnos" los escritillos
miram

Arturo dijo...

A lo mejor ya lo sabes, pero cerca de Cedeira hay un lugar llamado "A Pedra" (depende desde donde vayas ese lugar puede estar "antes de Cedeira") Asíque mucha gente dice que para chegar a Cedeira, antes hay que "pasar pola Pedra"... Por cierto que opinión tenían los vecinos de La Realidad a cerca del nombre de su pueblo?

Anónimo dijo...

Real como la vida misma. Este es de los que me gustan
Besos. Laura